Lo vi, sé que lo vi.
Ahí estaba él, mirando a las vías, golpeando una bola de papel con los pies, sin meditación, simplemente sumergido en sus propios pensamientos. Intenté pararme en las escaleras para que él no detectara movimiento, y por tanto, no mirase hacia mi dirección. Le observé cerca de un minuto. La pelotita se le escapó de los pies y cayó a la vía, como iba a hacer yo si pasaba lo que creía que iba a pasar.
O quizás no.
Quizás, pensé, él dará el paso y ya nada importará. Puede que ni si quiera importe ahora, ahora que el viento gélido ha congelado los sentimientos que mi interior gestó con tanto empeño. Quizás este tiempo me ha echo aprender que en realidad no tengo nada perdido, que en mi vida no debe existir el número dos, que con un uno también soy feliz. ¿Y si me da igual?
¿Y si no es así? Entonces se giró. Y me vio.
Yo intenté parecer calmada, suelta, pero ya de poco servía. El momento había llegado. Sonrió, me sonrió casi en los ojos, y esa fue la sonrisa que más recuerdo de todas las que ha habido en mi vida, aquella que enmarca el adiós, aquella que le sirve de contexto al Final. Quizás me diese igual, o no, pero no sabía qué hacer, así que avanzé, ya era inútil volver atrás. Le saludé, con un pie delante y el otro dando vueltas, como queriendo escapar. "Hola", me dijo, me cogió del brazo, me acercó a él y sus labios rozaron los míos, aunque no fueron dulces, pero sí intensos.
El momento fue largo, más largo de lo que en realidad fue. Y al separarme y abrir los ojos, el tren pasó a nuestro lado, despienando esos mechones de pelo casi negro; esos mechones que con tanto fulgor agarré en varias noches perdidas. Entonces pensé que estaba guapo, irónico, que en ese momento le viese más atractivo que la primera noche que le conocí.
El tren se paró, y esos mechones de pelo casi negro seguían despeinados.