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sábado, 7 de diciembre de 2013

Para Eddy

En una de esas noches de insomnio, de ese sobrenatural y puro insomnio en el que mi cuerpo, excitado sobremanera por sustancias que no merece la pena mencionar, se negaba de un modo patente a dormir, decidí dar una vuelta. Mi cuerpo se desplegó, se desdobló en dos partes. Una de ellas parecía carnal, efímera y corrompida. La otra parecía etérea, amorfa, brillante y de algún modo casi transparente. Es esta segunda parte la que me guió, casi como de la mano, fuera de mi cama. Me tomó y me susurró "levántate".

Salí a la calle, y entonces pude ver con una claridad de la que, como mortal que soy, nunca antes había podido disfrutar. Recuerdo, no muy claramente, vagar por las calles, apenas rozando mis pies con el suelo en algunos momentos, sintiendo hierba y arena bajo ellos en otros. Lo que sí recuerdo nítidamente es la acera estrechándose, convirtiéndose en roca, en campo. Y no estaba sola. Había más como yo.

Uno de ellos tenía forma de perro, y al acercarme sólo dijo "buenas noches, hace un día estupendo". No entendía. Sin embargo, el perro misterioso, que por cierto tenía una mancha de carácter extraño en el hocico, permaneció a mi lado, sin añadir nada más. Y con su compañía silenciosa a mi derecha, casi como si fuese uno de esos grandes amigos con los que no hacen falta palabras, seguí caminando. Caminé, encontrándome con otros como yo. Había algunos muy mayores, de cabellos finos y grises. Durante mi caminata me encontré con algunos niños también. Uno de ellos llamó mi atención. Tenía unos cabellos castaños que brillaban, a pesar de la ausencia de sol, y una sonrisa cristalina. Jugaba con una peonza, y al alzar a vista y verme ahí parada, me sonrío, no sólo con los labios, sino también con los ojos. Me lanzó la peonza y me propuso jugar de un modo ilícito. Después dijo "si te gusta, puedes quedártela". La recogí del suelo, y cuando me incorporé vi cómo se alejaba, corriendo entre las amapolas, parando tan sólo para lanzarme una última sonrisa antes de seguir y disiparse en la niebla.

Seguí caminando y llegué a un angosto camino de tierra suave y fina, junto con el que ya me parecía mi eterno amigo el perro, quien sostenía la peonza en su boca, meneando el rabo de vez en cuando. Tanto a mi izquierda como a mi derecha, el camino presentaba campos interminables de trigo, de un trigo casi listo para la recogida. También se presentaban ciertas margaritas y amapolas por aquí y por allá, a medida que el camino se estrechaba y alargaba ante mi vista. Tras lo que pareció un largo caminar, comencé a vislumbrar la luz del sol. El sol. Iba a salir, se notaban los primeros destellos rojos en el horizonte, allí, al final, muy al final del camino de tierra. Quería llegar pronto, para ver el sol salir en todo su esplendor, anunciando otro día, pero seguía estando oscuro y no conseguía discernir del todo bien si estaba avanzando o si el camino se repetía, incesante, al paso de mis pies. Y empezaba a estar cansada. Cansada de andar y de no progresar. Y entonces, entre la oscuridad, vi una figura alta, de brazos firmes. Y supe que eras tú. Te vi.

De espaldas a mí, observabas el primer brillo rojizo de sol, tal y como yo había estado haciendo. No me hizo falta gritar tu nombre. Te giraste, mirándome, parpadeaste ligeramente mientras esbozabas una sonrisa y alargaste la mano. Tardé en llegar hasta ti, pero no bajaste tu mano en ningún momento. Y al tocarte, por fin, sentí que todo estaba en orden. Que el final de ese camino no podía ser otro que no fueses tú. Tu mano era cálida, acogedora, y desprendías una serenidad suma. El perro movió el rabo varias veces y soltó la peonza a tus pies. Ahí parados, nos sostuvimos la mano hasta que dijiste "tenemos que seguir andando". Pero ninguno de los dos se movió. Sólo recuerdo que cerramos los ojos a la par, y con tu otro brazo me cogiste de la cintura.

Desperté en una habitación blanca de olor a lejía, en una cama blanca de sábanas muy usadas, desde la cual salía un tubo, con una sola silla a mi lado. En esa silla reconocí unos pies familiares, más tarde piernas. Y al subir la mirada te vi, dormido, con la cabeza apoyada en la pared posterior en un ángulo incómodo, respirando profundamente. Entonces sonreí, y sabiendo ya que estaba dentro de mi cuerpo, que volvía a ser una sola, volví a dormirme.