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domingo, 15 de mayo de 2011

Un uno

Cuando era un poco más joven (no es que me sienta particularmente vieja en este momento) solía tirarme en la cama simplemente para pensar. Pensar sobre la vida, sobre sentimientos ajenos y propios, sobre la sociedad, sobre el mundo y sobre mi mundo. Cometí el fallo de nunca escribir mis conclusiones, pero ayer me encontré con un cuadernito que solía usar desde que tuve unos catorce años. Siempre me gustó escribir, me liberaba, me reafirmaba y me hacía sentir dueña de mis propios secretos y sensaciones. Y en ese cuadernito rojo apuntaba desde las cosas más efímeras hasta las cosas que me parecieron más importantes. En una de esas hojas desteñidas mi cuerpo se transportaba a otro lugar distinto, aunque no materialmente. También creía en los viajes astrales, y soñaba con hacerlos, con dominar una práctica de dudosa reputación. Sueños infantiles.

En esa ocasión comprendí algo que me acompañaría el resto de toda mi vida, y que ya había despertado en mí una curiosidad morbosa: la idea de ser un animal más, de ser una parte más del mundo en el que vivimos, ni más ni menos importante que cualquier otra gacela, lince o lobo que habite en cualquier parte del mundo. Desde el ártico hasta las tierras arenosas "que se transforman bajo pies ajenos". Hemos perdido la conexión mística que nos unió siempre a la tierra, y al perder eso olvidamos lo que realmente somos: animales. Tenemos raciocinio, sí, pero no nos diferenciamos en nada de ellos en cuanto se trata de lo más básico. Respondemos a nuestros deseos carnales de la misma forma que lo harían ellos: cuando queremos comer, comemos; cuando tenemos sueño, dormimos; cuando queremos tener sexo, lo tenemos (si se puede). Somos parte de una naturaleza que fluctúa, de un mundo que se va hundiendo lentamente.

Deberíamos encontrar las más profundas raíces que nos atrajeron a la tierra, que nos unen a ella y que deberían seguir uniéndonos. Desde el niño que está naciendo en este mismo momento, hasta el anciano que perece en su cama, desde Lima hasta Tokio, todos somos parte de un uno. Un uno que nunca llegará a conocerse completamente, pero que habita en el mismo planeta.