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domingo, 3 de mayo de 2009

El niño de la mantequilla

Él era pequeñito y risueño. Su pelo era rubio, como las flores de los campos del pueblo. Sus ojos eran del color del caramelo derretido y sus manitas daban palmas cuando algo le agradaba. Tenía una sonrisa amplia y sin marcas ancladas por un punzón de realidad. Él era un niño.

A veces cogía los periódicos de su padre, se sentaba en esa butaca que para él tenía el tamaño del universo, y miraba los titulares con aire de importancia. No lo hacía por la fachada que pudiera ofrecer sino porque siempre entendió el mundo que lo rodeaba.

Siempre supe que era diferente. Parecía tan maduro..., con esos piececitos enanos y sus camisetas de colores. Siempre supo más de lo que debía, siempre fue un niño precoz y avispado, sorprendente en sus respuestas y actitudes.

- ¡Cuéntame un cuento mamá!- me decía por las noches.- Un cuento que no termine, uno en el que los perros hablen y las princesas se casen con moteros. ¡De esos interesantes mamá!

Pero era por las mañanas cuando más me sorprendía.

En nuestros desayunos las tostadas eran clientes V.I.P.. Yo siempre colocaba el tarro de la mermelada cerca, muy cerca. Pero él nunca la utilizaba. Y un día, osada mi persona fue, pregunté a aquel chiquillo por qué no ponía mermelada en sus tostadas. Nunca se sabe cuánta sabiduría alberga incluso un cuerpo tan pequeño, porque él conestó:

-Mamá, la vida ya es demasiado extraña, y ni un niño ni una persona mayor necesitan que la endulcen sin sentido.

Es mi hijo, es tu hijo, nuestro hijo, el vuestro, o el de cualquiera que habite en cualquier cuerpo. Pequeño o grande en percha; pero seguro, grande en el interior.