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martes, 12 de mayo de 2009

Ilusión suicida

Creo que a veces en mis sueños, despiertos o dormidos, me desdoblo, y me apeo del tren del sentido. Siento que mis dedos se extienden más allá de las ventanas oscuras de mi cuarto, y mis ojos se traducen en ilusiones traslúcidas.

En ocasones también, tengo la sensación de estar cayendo, de convertirme en parte del colchón o del suelo, de fundirme con ellos y camuflarme como un camaleón desarraigado. Pierdo mi mente, la mayoría del tiempo, y las cosas que se daban por hechos obvios pasan a ser sólo nubes heridas a punto de reventar. Si bien hay luz, no la siento, o renuncio a ella y mis ojos se decantan por taparse a si mismos.

Al final lo único que queda es el humo de mi cachimba volando entre hojas incompletas y malentendidos fortuitos llenos de desgracias fluctuantes. El jugar de las palabras, las cariocas removiéndose incansables bajo el cielo oscuro a estas horas. O los ojos se quedan fijos al techo, si lo hay.

Pero la vida parece completa, asumida, contenta.

El duende a veces me sonríe, y me otorga un poquito de su gracia y su amor sensual con cadenas de monedas árabes. Las muñecas se retuercen y convierten el silencio en sonidos agradables, pero en ocasiones pestilente. Da igual, todo daba igual.

Y así es como normalmente acaba la historia: tirada en mi cama en la penumbra, escuchando alguna canción llena de significado que me pacifique el espíritu para poder volar más allá del descanso verdadero, del sueño de esas pastillas milagrosas, bendecidas por tanta gente y maldecidas por mí, por la que se resigna a depender de ellas.