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viernes, 1 de mayo de 2009

Había un pueblo

Había un pueblo en el que se veían sonrisas pintadas en las farolas. Había un pueblo en el que los niños jugaban con chapas y canicas, en el que los perros observaban los pollos asados, y las manzanas se vendían caramelizadas.

En ese pueblo vivían personas normales, personas, según su punto de vista, alegres. Personas que nunca se enamoraban, personas que nunca lloraban. Seres de escamas grises, negras o blancas, lejanas de cualquier urbe. Lejanas de las guerras, lejanas de las manifestaciones y de cualquier evento mundial o privado. Gentes eternas, imperturbables.

Esas personas un día descubrieron que había más por descubrir. Vieron que no habían visto lo suficiente. Y empezaron a creer, empezaron a crear. Nuevas religiones, nuevos partidos políticos, nuevas sonrisas verdaderas y nuevas mentiras.

Pronto aprendieron a querer, a amar, a sentir, a escuchar de verdad, a interesarse por los temas más existenciales, a conocer lo que significaban las palabras entrega, ilusión, cariño, amistad. Aprendieron a innovar, a ofrecer detalles envueltos en cajitas con tela de corazón.

Sin embargo, en sus vidas también entraron lo que todos llamamos el alter-ego. Aprendieron el significado de las palabras diferente, odio, desilusión, engaño, mentira y traición. Las acciones desinteresadas dieron lugar la centralización, la evolución trajo consigo a la enfermedad. La gente empezó a vivir de verdad y a morir.

La alegría brindó tristeza. La diversidad despuntó nubes barnizadas de colores ardientes. Sin embargo, también las lágrimas azotaron a los pueblerinos. Las frases se encontraron para formar bellas estrofas, y también decadentes sensaciones. Lo bueno se convertía en tentación, y la tentación a su vez, en pecado.

Todo en la vida es bipolar. Las emociones que cubren o congelan el pasado, el presente y el futuro siempre vendrán en parejas, y siempre agarradas de la mano. El mismo hecho de ser humano hace que las cosas más bellas y las más horrendas existan.