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domingo, 22 de febrero de 2009

Sueños en la niñez

Cuando era niña siempre me dormía de la misma manera: me acostaba en la cama mirando de cara a la pared, y cuando sentía que el sueño me ganaba el pulso veía una espiral de colores. Caía dentro de ella, y la sensación de caer se transmitía a todo mi cuerpo. Ahí era donde empezaban siempre mis sueños. Suena totalmente ficticio, pero es verdad; era como una introducción de la película que iba a ver esa noche, como los anuncios que te ponen en el cine o la canción de movierecords.

Tenía sueños de todas clases. En algunos corría por aceras desconocidas, sintiéndome perseguida por algo o alguien, pero nunca conseguía avanzar en mi carrera y mis pies se mantenían anclados a ese suelo ficticio, haciéndome presa de una angustia extrañamente real, casi palpable.

En otras ocasiones, muchas más de las que puedo recordar, soñaba que al bajar por las escaleras interminables de mi colegio me caía. Eran escalones grandes, de piedra. Sin embargo, cuando estaba a punto de chocar contra el frío, mi cuerpo se elevaba magistralmente, eludiendo el golpe y volando más allá de lo que mi vista lograba alcanzar.

También volaba sin razones aparentes; mientras corría sentía el deseo de la velocidad, y mis pies se alzaban haciendo caso a un impulso creado por mi propio cuerpo para sobrevolar edificios y árboles, llegando incluso a chocarme con las ramas. Pero, por otra parte, había veces, muchas, en las que mi cuerpo perdía ese impulso por una razón u otra y sentía que caía, que caía de verdad, a cientos de metros, y que el choque era imparable.

Supongo que mis sueños siempre quisieron decirme algo, que bajo esas historias ficticias y llenas de diversión durante unos pocos minutos se enlazaba un significado oculto intrínseco que no pude desvelar. Al fin y al cabo, era una niña, y como tal, podía permitirme soñar lo que quisiera. Tenía toda la vida por delante y muchos más vuelos que disfrutar.

Al crecer, el remolino de colores que ofrecía un preludio a mis divagaciones nocturnas se apagó. Fue mostrándose, ya no siempre, sino sólo ocasionalmente, cuando le venía en gana o no se sentía perezoso. Al cabo del tiempo, terminó desapareciendo definitivamente; y ahora mis sueños ya nunca más van precedidos de esa espiral extraña y atrayente. Nos hacemos mayores, poco a poco, pero sin descanso.

Qué gran regalo es la niñez, que te permite ser un ave, un halcón o un maniquí de cintura para abajo. Qué gran regalo de poder ser lo que quieras y tener tus propios sueños...